A cidade de Salzburgo está encaixada entre dous pequenos montes, o Mönchsberg e o Kapuzinerberg. Subir este último, o monte dos Capuchinos, é un paseo curto pero esgotador, que deixa a calquera sen folgos aos poucos metros de comezar. Por un camiño realmente empinado achegámonos o 1 de novembro ao pé do convento que lle dá nome ao monte. Desde alí, entre a enramada das árbores outonizas case non se podía distinguir a que foi vivenda de Stefan Zweig entre os anos 1919 e 1934. A casa é hoxe propiedade privada e inaccesible. O camiño que a bordea leva o nome do escritor e a moi poucos metros da entrada hai un discreto recordatorio dos quince anos que alí viviu.
Como conta o propio Zweig no seu libro de memorias (El mundo de ayer, Acantilado, 2001), por esta casa pasou toda a intelectualidade europea do período de entreguerras, algúns mesmo viviron temporadas aquí: Romain Rolland, Thomas Mann, H.G. Wells, Hugo von Hofmannsthal, Jakob Wassermann, James Joyce, Emil Ludwig, Franz Werfel, Paul Valéry, Arthur Schnitzler, Maurice Ravel, Richard Strauss, Bela Bartók, Arturo Toscanini, etc. Pero en 1934 toda esta actividade vaise interromper de súpeto e para sempre:
"Por una insólita casualidad, al día siguiente se produjo, en relación con estos acontecimientos, un hecho decisivo en mi vida. Aquella tarde en que regresé de Viena a la casa de Salzburgo encontré montones de galeradas y cartas y trabajé hasta muy entrada la noche para terminar el trabajo atrasado. Al día siguiente, mientras todavía estaba leyendo en la cama, llamaron a la puerta; nuestro bueno y anciano sirviente, que nunca me despertaba si yo no le indicaba previamente una hora concreta, apareció con la cara desencajada. Me dijo que tenía que bajar, que habían venido unos señores de la policía para hablar conmigo. Me sorprendió un poco, pero me puse la bata y bajé al piso inferior. Me esperaban allí cuatro policías de paisano, los cuales me comunicaron que tenían orden de registrar la casa; les tenía que entregar en el acto las armas de la Alianza Defensiva Republicana que tuviera escondidas.
Confieso que en el primer momento estaba demasiado desconcertado como para formular una respuesta. ¿Armas de la Alianza Defensiva Republicana en casa? Era demasiado absurdo. Nunca me había afiliado a ningún partido, la política nunca me había interesado. Había estado fuera de Salzburgo durante meses y, aparte de todo eso, habría sido lo más ridículo del mundo tener un arsenal de armas precisamente en aquella casa, situada en las afueras de la ciudad, en una montaña, de modo que habría sido fácil ver a cualquiera entrando o saliendo con un fusil u otra arma. Mi respuesta, pues, fue fría: "Adelante, busquen." Los cuatro detectives recorrieron la casa, abrieron unos cuantos armarios, pegaron golpes en cuatro paredes, pero, por su modo de proceder, en seguida vi claro que aquel registro era pro forma y que ninguno de los cuatro hombres creía de veras que hubiera un arsenal de armas en la casa. Al cabo de media hora dieron por acabada la visita y se marcharon.
Por qué esta farsa me exasperó tanto en aquel momento exige, por desgracia, una observación histórica aclaratoria. A saber: en estas últimas décadas Europa y el mundo casi han olvidado lo sagrados que eran antes los derechos de las personas y la libertad civil. Desde 1933, registros, detenciones arbitrarias, confiscaciones de bienes, expulsiones de los hogares y de la patria, deportaciones y cualquier otra forma de humillación se han convertido en algo habitual, casi natural; prácticamente no recuerdo a ninguno de mis amigos europeos que no haya padecido una cosa u otra.
(...)
Tras aquella visita oficial mi casa dejó de gustarme y tuve el presentimiento de que aquellos episodios no eran sino el tímido preludio de intervenciones de mayor alcance. Aquella misma tarde empecé a empaquetar los papeles más importantes, decidido a vivir en adelante en el extranjero, y aquella separación significaba mucho más que abandonar la casa y el país, pues mi familia sentía un gran apego a aquella casa, que consideraba su patria, y amaba al país. Para mí, en cambio, la libertad individual era lo más importante del mundo. Sin informar de mi propósito a ningún amigo ni conocido, dos días más tarde emprendí viaje a Londres; lo primero que hice al llegar fue comunicar a las autoridades de Salzburgo que había abandonado definitivamente mi domicilio en esa ciudad. Pero, desde aquellos días en Viena, sabía que Austria estaba perdida... aunque sin saber todavía cuánto perdía yo mismo con ello."